viernes, 24 de julio de 2009

DE LA CAVA DEL PATRÓN. Leche de burra prieta

LAS ARBOLEDAS, Estado de México. Año de 1969.


Lucas era un niño de 9 años, colmado de energía, lleno de ideas locas y con toda una vida por descubrir. Claro que ya conocía ciertas cosas pues había sido testigo de unos juegos olímpicos, los XIX (favor de decir décimonovenos o décimononos y no los 19 juegos como sólo los secos de entendimiento aciertan a decir), había obtenido el oro en salto de longitud en los juegos olímpicos de lobatos de los Scouts de México y vió como puso un pie en la luna un hombre por primera vez en la historia humana.

Pero en el microcosmos que significaba la calle de Albatros donde vivía y que por cierto, a raíz de enterarse que eso era un pájaro y saber como vivía, lo hizo su ave preferida. Imagina, una vez aprender a volar, sólo baja a tierra por ratitos para aparearse y ya. El resto, lo vive volando, se alimenta volando y el mundo se le hace chiquito. Justo igual que nuestro niño protagonista. Bueno, a la fecha, sigue igual.

Y dado que todo era construcción en la zona donde vivía, su calle, su querida calle de Albatros no era la excepción. Justamente, a un par de lotes de su casa, había una en construcción. Los albañiles se daban cita temprano a eso de las 7 de la mañana y dado que era la hora de la carrera matinal para ir a la escuela, sólo los sábados podía Lucas acudir al sitio, mezclarse con los alarifes y convivir con ellos las particularidades de su cultura tan brusca y rica en vocabulario saturado de carga sexual.

Pero hubo un personaje que, en la modernidad caería en el rubro de proveedor, si no de "outsourcing" pues en una bicicleta negra, de cuadro recto y parrilla trasera, acudía a la obra presentando un pellejo de cabra lleno de un líquido por la forma en que ondulaba en cada golpe abrupto del camino o de su dueño.

A Lucas le maravillaba que los albañiles botaran todas sus responsabilidades cuando el interfecto arribaba al sitio en cuestión y con celeridad hacían una limpia fila. Lucas podía entonces hacer un recuento de quienes tenían agujetas en los zapatos y quienes usaban cables eléctricos para sostenerlos. Quienes usaban gorra de tela y los que tenían una hecha de saco de cemento. Los que olían mal, que eran todos y los que no, ninguno. Los que le picaban el esfínter anal al de adelante y los que respetaban (ninguno).

Pero todos, cargaban su vasija para llenarla de esa leche blanca que emanaba del pellejo una vez desatado del cuello. Y siendo como era, el niño se brincó la fila y se acercó al despachador preguntando la naturaleza del líquido, a lo que se le aclaró que era "LECHE DE BURRA PRIETA". Y debido a que la leche y sus derivados eran y son una debililidad de nuestro niño, corrió a su casa avisandole a su hermosísima madre que a un par de casas vendían tan exótica lactancia.

La incrédula progenitora salió con su primogénito y se apersonó en la construcción y estableciendo averiguaciones previas, regresó rápidamente a su cocina explicándole con la paciencia que caracteriza a las madres mexicanas que las burras no son prietas, no dan leche y los que el niño veía libar con tanta fruición a los alarifes era neutle, caldo de oso, tlachicote, vamos, pulque.


Pulque. Lucas conoció de esos brebajes producto de nuestra cultura ancestral, genial invento azteca que hasta su corta edad, alcanzó a llegar a la era moderna. Justo, cuando también la humanidad puso un pie en la luna. Pá su, que cosas le revelaba la vida...

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