viernes, 26 de septiembre de 2008

DE LA CAVA DEL PATRÓN 260908

TRAPECIO EN EL ALTAR

Lucas recuerda cuando siendo niño, allá en el lejano 1968 llegó con su familia a vivir a una zona hermosa, antes hacienda con grandes avenidas arboladas y sitios fantásticos que ofrecían espacios abiertos para su energía tan elevada y maravillosos para su imaginación tan fértil.

Y dado que era un sitio en desarrollo, igual se construían casas, comercios, calles y servicios. Una de las construcciones en proceso era la iglesia de la localidad. Se levantó un cajón enorme, de unos 10 metros de altura (o ¿sería que Lucas era mas bajito entonces?), no había torres, no habia churriguerescos, no había señales de las que distinguen habitualmente a un templo religioso en México. No señor, era un cajón, enorme, imagina, de unos 10 metros de altura (¿ya lo dije?), de unos 60 metros de largo y unos 30 de ancho. Estaba en obra negra lo que implicaba muchas piedras, arena, maderos, vigas, clavos, sacos de cemento, varillas y un sin fin de artículos que a esa edad, representaban una gran tentación para los ochoañeros.

Y las visitas se hicieron frecuentes, ya que el tránsito automotriz era tan escaso como la vigilancia, por las tardes ya no había trabajadores. Después de la jornada escolar, la visita obligada a la construcción se llevaba al cabo varias veces por semana. Hasta que la osadía se incrementó considerablemente.

Lucas y sus secuaces (no es que Lucas liderara a la banda, es una forma de llamarle al grupo) decidieron, al descubrir una entrada bloqueada hasta el momento por tablones que llevaba a las alturas del templo en construcción, que había que investigar, había que conocer y había que hacer lo que antes no había hecho. Con sigilo y cuidado, movieron los tablones hasta hacer un hueco que les permitió pasar a unas escaleras en penumbra. Subir y crear una gran aventura, fué una misma cosa, en un mismo instante.

Al ver luminosidad al final del cubo observaron, hacia arriba que estaban rozando el techo, y hacia abajo que el suelo estaba muy lejos. Pero eso no los amedrentó ya que pensando que estaban ahora en un barco pirata, o en un rascacielos, o como Lucas, en una nave espacial, decidieron cruzar sobre la zona que albergaría al altar, una trabe triangular de acero. A manera de túnel, el triangulo cobijaba a los intrépidos aventureros que irían de un extremo al otro sin red de protección. Imaginando lo que se imagina uno a los ocho años suspendido a una altura de 10 metros, el comando avanzó a gatas penosamente, despacio.

Y a mitad de camino, un grito de horror les heló la sangre. No era un grito de alguien caído, no era ni siquiera un grito de uno de ellos, no provenía de su altura, se originó a nivel del suelo. El grito era femenino, era un grito conocido: ¡la hermosísima madre de Lucas! habían sido descubiertos. El horror en la garganta se combinó con la órden indiscutible de bajar in-me-dia-ta-men-te, de tal manera que pareció que el tiempo aceleró su marcha y sin respiro se encontraron abajo, mirando al suelo, aplastados por la perorata materna que no dio lugar a réplica ni explicaciones.

Pero cada vez que Lucas era arrastrado a misa los domingos, su vista se fugaba por instantes de los revuelos de los vestidos sacerdotales a 10 metros sobre su cabeza, recordando que él, alguna vez estuvo suspendido ahí.

Ja, estupendo triunfo para la imaginación.


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