DE LA CAVA DEL PATRÓN. Lucas Viaja a Phoenix.

Cuando el Padre de Lucas, el recio Ing. Saint-Martin decidió que era hora de huir de Disneylandia arreó a sus hijos, que a pesar de sus protestas, engancharon su casa rodante y como un par de tortugas encaramadas, salieron con rumbo al desierto de Arizona.

Dentro del coche, las charlas sobre lo vivido en el reino de fantasía y de los dólares se fueron apagando poco a poco hasta convertirse en un silencio aplastante, como la temperatura que les rodeaba. El calor era insoportable, seco, calcinante. Y los niños sudaban copiosamente.

A Lucas le llamó poderosamente la atención la manera en que estaba organizada la vía en pleno desierto, parecida a una carretera en el planeta Marte: toda alumbrada (que aunque era de día, los postes con luminarias estaban en su lugar), adecuadamente pintada, señalizada y lo más increíble: paradores de descanso y refresco, llamados islas de vida.

Muy pronto se hizo general el llamado al Padre de Lucas quien finalmente aceptó detenerse para pasar a los baños y beber agua. Lucas bajó del VW con las piernas entumidas y logró estirarse a conveniencia y finalmente correr hacia los bebederos.

Tomar el primer trago, arrguar la nariz y escupir el agua lo hizo al mismo tiempo: rayos, estaba casi caliente y era salada. Frente a sus ojos, un letrero rezaba: precaución, agua alta en contenido de minerales. Que fea sabía el única agua que había en el desierto. Pero como eso era, única, pues había que beberla.

Para en la noche, llegaron a Finix (Fénix, llamada así por los gringos y escrita horrorosamente Phoenix) y pudieron entrar a una alberca que para ese momento ya tenía fresca el agua, dulce y reconsitituyente.

Vaya forma de cruzar ese desierto, arrastrando una casa rodante, en un sedán de VW, repleto de escuincles y cocinados a término medio por un sol abrasador.

Pero la aventura, continuaba: Nogales a la vista...