DE LA CAVA DEL PATRÓN. Patinazo
Lucas siempre ha sentido fascinación por todo lo que rueda, carritos, carrotes, triciclos, bicicletas, patines del diabo, motocicletas y por supuesto, patines.
Así que el niño recibió su par siendo pequeño, montándolo en un mundo móvil, autónomo y por supuesto de velocidad vertiginosa. En ese tiempo eran de metal, todo en sus patines era de metal: la base ajustable para distintas medidas de pie, las uñas de abrazo completo apretaban con seguridad la punta del zapato; y las ruedas, claro que eran de metal, incluso el inquieto piloto de esos patines consiguió desgastarlas de tal modo que se desprendían las distintas capas.
Al llegar a vivir en 1968 a la nueva casa que diseñó el recio Ing. Saint Martin, Lucas encontró un paraíso del patinaje con calles amplias, de concreto y libres de tránsito vehicular. Así, creó tal cantidad de opciones patinadoras que mantenía ocupada y sana a la palomilla. Arrastrado por una bicicleta y agarrado a una cuerda, imitaba el esquí acuático (al tiempo sustituyó la bici por una motocicleta), se organizaron luchas en patines, incluso se jugaron partidas memorables de hockey con palos truncos de escoba y pelotas de esponja, futbol y el juego gringo que ellos llaman football (balón-pie, donde usan muy pero muy poco el pie, ja) y pañuelo donde un patinador tenía colgando de la parte trasera del pantalón uno y los demás intentaban arrebatarlo para colocárselo y cambiar la persecución de mando. Hasta chispas salían de sus patines.
Pero estando solo, intentaba romper sus propias marcas principalmente de velocidad intentando nuevas técnicas, movimientos y zancadas. Pero en una tarde solitaria, decidió que podía intentar una nueva disciplina: salto de longitud en patines. Lucas tomaba impulso patinando y dado que las calles eran formadas por bloques de concreto de forma rectangular, tenían las marcas suficientes para la referencia. De esa manera, después de tomar suficiente velocidad, al llegar a una de esas marcas, hacía el movimiento de agacharse, echar los brazos hacia atrás y levantarse por el aire, librando 4 o 5 metros en cada salto.
Y estando oscuro, seguía en sus intentos el imitador de cosmonautas pero la fortuna decidió que ya era suficiente y en un momento de concentración suma y esfuerzo extremo, intentó el intrépido niño romper de una vez por todas la marca suprema. Salió disparado en máxima velocida, se agachó, echó los brazos hacia atrás y en un movimiento de coordinación correcta, despegó del suelo, llevó sus cuatro extremidades hacia adelante con furia pero se pasó en el esfuerzo y aterrizó con la espalda. Oh, oh. Craso error, aunque era de noche las luces se encendieron y luego se apagaron. Durante algunos segundos, Lucas perdió la noción de tiempo y espacio, tampoco supo donde estaba ni que pasaba. De a poco y con la ayuda de un vecino adulto que estaba fascinando viendo las proezas Lucasianas, salió a levantarlo del suelo y ayudó a su recuperación.
Otro golpe más, pero ni aún así entendió el paladín sobre ruedas, pues a la mañana siguiente estaba en el intento. Ah, que niño...
Así que el niño recibió su par siendo pequeño, montándolo en un mundo móvil, autónomo y por supuesto de velocidad vertiginosa. En ese tiempo eran de metal, todo en sus patines era de metal: la base ajustable para distintas medidas de pie, las uñas de abrazo completo apretaban con seguridad la punta del zapato; y las ruedas, claro que eran de metal, incluso el inquieto piloto de esos patines consiguió desgastarlas de tal modo que se desprendían las distintas capas.
Al llegar a vivir en 1968 a la nueva casa que diseñó el recio Ing. Saint Martin, Lucas encontró un paraíso del patinaje con calles amplias, de concreto y libres de tránsito vehicular. Así, creó tal cantidad de opciones patinadoras que mantenía ocupada y sana a la palomilla. Arrastrado por una bicicleta y agarrado a una cuerda, imitaba el esquí acuático (al tiempo sustituyó la bici por una motocicleta), se organizaron luchas en patines, incluso se jugaron partidas memorables de hockey con palos truncos de escoba y pelotas de esponja, futbol y el juego gringo que ellos llaman football (balón-pie, donde usan muy pero muy poco el pie, ja) y pañuelo donde un patinador tenía colgando de la parte trasera del pantalón uno y los demás intentaban arrebatarlo para colocárselo y cambiar la persecución de mando. Hasta chispas salían de sus patines.
Pero estando solo, intentaba romper sus propias marcas principalmente de velocidad intentando nuevas técnicas, movimientos y zancadas. Pero en una tarde solitaria, decidió que podía intentar una nueva disciplina: salto de longitud en patines. Lucas tomaba impulso patinando y dado que las calles eran formadas por bloques de concreto de forma rectangular, tenían las marcas suficientes para la referencia. De esa manera, después de tomar suficiente velocidad, al llegar a una de esas marcas, hacía el movimiento de agacharse, echar los brazos hacia atrás y levantarse por el aire, librando 4 o 5 metros en cada salto.
Y estando oscuro, seguía en sus intentos el imitador de cosmonautas pero la fortuna decidió que ya era suficiente y en un momento de concentración suma y esfuerzo extremo, intentó el intrépido niño romper de una vez por todas la marca suprema. Salió disparado en máxima velocida, se agachó, echó los brazos hacia atrás y en un movimiento de coordinación correcta, despegó del suelo, llevó sus cuatro extremidades hacia adelante con furia pero se pasó en el esfuerzo y aterrizó con la espalda. Oh, oh. Craso error, aunque era de noche las luces se encendieron y luego se apagaron. Durante algunos segundos, Lucas perdió la noción de tiempo y espacio, tampoco supo donde estaba ni que pasaba. De a poco y con la ayuda de un vecino adulto que estaba fascinando viendo las proezas Lucasianas, salió a levantarlo del suelo y ayudó a su recuperación.
Otro golpe más, pero ni aún así entendió el paladín sobre ruedas, pues a la mañana siguiente estaba en el intento. Ah, que niño...
Etiquetas: 070809, DE LA CAVA DEL PATRÓN
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